viernes, 14 de noviembre de 2008

Relatos Éticos: De la miseria a la Misericordia


De la miseria a la misericordia

Inevitablemente, en este nuevo día que amanecía totalmente despejado, debería buscarme el sustento y acomodo. Atrás quedaba una muy húmeda noche, en la que a pesar de los excelentes cartones de frigorífico que preparé como improvisado lecho, además de las dos mugrientas y roídas mantas que me envolvían, una intensa sensación de frialdad me calaba hasta los huesos y me hacía tiritar como a un cachorrito. Tal vez era propio de la edad y de los más de veinte años que llevo en esta perra vida de la mendicidad.

A mis 50 años, mi apariencia externa, se aproxima mucho a una persona que acabara de cumplir los 75 años. En lo que respecta a mi salud en general, pues normal, según las circunstancias y dentro de lo poco que puedo conocer en lo que a ella respecta. Quizás debería citar algunas enfermedades, por lo evidente y llamativo de sus efectos. Como una bronquitis crónica diagnosticada, más que nada por lo aparatoso y constante de los golpes de tos que a menudo tenía. Otra cosita más era mi alcoholismo consolidado de dos décadas, que me obligaba a beber diariamente de tres a cuatro litros de vino, preferentemente tinto. Mi adicción al tabaco, pues me llevaba a fumar todo lo que cayese en mis manos. Estos eran mis síntomas adictivos, o mejor dicho mis vicios más evidentes que por supuesto minaban mi salud y la conducían, inevitablemente, hacia una inminente extinción. Digamos que esto es lo que saltaba a la vista, teniendo en cuenta que jamás había tenido la fortuna de acudir a una sesión completa, en un solo día, de chequeo médico. Sí, me refiero a esos exámenes corporales, por supuesto de altísimo coste, a los que algunos privilegiados hombres públicos se someten y que más tarde no se cortan lo más mínimo en aconsejarlo a los demás. Puerca miseria la de aquellos que nos venden, con hipocresía, su demagogia verbal. Como si este procedimiento de medicina preventiva estuviera al alcance de cualquier ciudadano de a pie, y por supuesto, muchos menos dentro de las posibilidades de un pordiosero como yo. Por lo tanto me imagino que algún que otro destrozo interno o cualquier otra patología diversa debo de llevar a mis espaldas, pero que más da ya que pueda conocerla, acaso : ¡Con lo que a simple vista se percibe!, ¿No voy ya bien despachado?
Pensaréis que estoy acabado como persona y estáis en lo cierto. Mi destino es, en cuestión de un tiempo muy limitado, la desaparición. En definitiva, en más o menos compañía, con más o menos lujos, es exactamente el mismo final para todos mis congéneres. Sin embargo, lo que sucede es que mi paso por esta existencia ha sido menos productiva y plácida que para la mayoría del conjunto de la sociedad con la que convivo. Por lo que la vida de mi torpe discurrir por el mundo material habrá sido un absoluto fracaso. Es verdad, que también no soy un paria severo, hasta cierto punto tengo suerte, porque como y bebo, casi todos los días, mientras que millones de personas no tienen esa oportunidad y perecen extenuados. Por lo tanto, aunque ciertamente disminuido en mis facultades intelectuales, por los efectos degradantes del alcohol, todavía puedo objetivar y criticar determinados aspectos de mi comportamiento y el de los demás. Esta visión pesimista y cruda, es el único derecho que todavía me queda. Es más que un pataleo, es un grito de desesperación y de desahogo por toda la angustia que llevo dentro de mí.
Una vez presentada mi realidad inmediata, plena de tintes pesimistas y casi tétricos, también es justo sacar a la luz, otros momentos en los que el humor y las risas tienen su infrecuente pero agradable presencia. Es verdad, que son momentos no muy abundantes, porque la penuria económica y la forma de vida en la que me encuentro no invitan demasiado a tener una predisposición favorable. Además con frecuencia sufro unos escalofríos que me quitan las ganas de todo. Tan solo, el vino o el brandy me ayudan a superar estas crisis. Por eso, ahora mismo, en ayunas, me disculparéis pero me voy a tomar el último cuarto de la botella de vino que me quedó anoche. ¡Ah..., sí, me cae en el estómago como un rayo!. Pero pasados unos segundos se me entona el cuerpo y puedo comenzar a echar los torpes primeros pasos de la jornada. Afortunadamente mi equipaje es muy liviano, una pequeña mochila de tela, en la que llevo algunos sucios e inservibles utensilios y la desgastada manta enrollada. Soy un indigente errante, no me gusta permanecer en el mismo lugar. Parece que algo dentro de mí me exige que todos los días cambie de destino. Me ha gustado andar mucho de aquí para allá. Pero ahora, ni mis piernas, ni mis pulmones me dan tregua. Me conformo con cambiar de callejón, a lo sumo de barrio. Cuando comencé mi vida de mendicidad, tenía todas las fuerzas intactas para poder cambiar, en un solo día, de poblaciones cercanas. ¡Qué más da!, poco a poco se acerca el final de esta puerca vida.
Me apoyo en la señalización vertical. Sin darme cuenta, me he desplazado más allá de los límites del pueblo. A partir de ahora caminaré por el arcén muy lentamente. Trataré de alcanzar la siguiente población, aunque no tengo ni idea a cuanta distancia se encuentra. Me resigno a mi situación, si hoy no toca comer, ni beber, pues a fastidiarse tocan. Mañana será otro día, o tal vez alguien me recoja y me lleve al siguiente núcleo rural. El sol pega de pleno, no tengo más remedio que descubrirme la cabeza, porque el dichoso gorro de lana me está cociendo mi largo, abundante y apelmazado cabello graso. Estoy sorprendido, porque hoy estoy andando mucho más de lo que habitualmente vengo haciendo. Mis ataques de tos, ¡no es que los eche de menos, no, por Dios!, pero observo que hace ya un buen rato que no me dan. Además, aunque hace calor, no es excesivo. En los últimos tiempos, jamás mis escalofríos me habían abandonado, por lo que desprenderme de ropa estaba prohibido para mí, incluso en pleno verano. Esta sensación de tiritona me hacía conservar jersey y chaqueta. Sin embargo, además del cutre gorro de lana, me he tenido que quitar el roído abrigo y todavía me sobra la chaqueta descosida y el jersey gordo de cuello menos alto por el desgaste sufrido. Continuaba caminando a buen tono en mangas de camisa. No abandonaba el arcén, pegado totalmente a mi derecha. Ningún vehículo se había cruzado en mi camino.

Desde hacía más de, no sé cuantos meses, no me había bañado convenientemente. Sí, recuerdo que fue en las últimas Navidades, en el albergue en el que estuve pernoctando esa misma noche, o tal vez fue antes ... En fin, que más da desde cuando ocurriera la última vez, la acumulación de sudores y fluidos había constituido una costra insana en toda la dermis de mi cuerpo. Era como una protección especial ante, la pérdida de calor interior y también al mismo tiempo para que esta pátina grasienta sirviera de impermeabilizador. Al hedor propio, uno se acostumbra muy pronto. Lo mismo que a la indiferente huida que los próximos hermanos de especie ejecutan cuando me acerco a sus sensibles olfatos. Por lo tanto habituado a estas muestras de desaprobación y asumiendo que sus gestos de marginación son justificados por lo desagradable de mi presentación. Sepan mis espantados y pulcros congéneres que cuando uno se encuentra abandonado a su suerte, aquellas pequeñas cosas tan sencillas y directas, como es la de la higiene personal, pierden su oportunidad y base fundamental de la relación humana. ¡Para qué quiero perder el tiempo y las fuerzas en lavarme, si no tengo a nadie que me espere, que me acompañe, que me comprenda! Lo útil, lo inmediato, es evadirse de la penosa situación, comer poco y beber mucho para olvidar.
El sudor invade todo mi torso, mis brazos y piernas. La cáscara de mugre, grasa, células muertas, como si estuviera sometida a un movimiento de ruptura, desmoronamiento y fragmentación, se iba desprendiendo, por la fuerza interior de un calor desconocido. Una sensación, apenas recordada, de pujanza en todo mi cuerpo estaba sobresaliendo por todos los poros de mi piel. Era una inercia irresistible que se abría camino al exterior, estaba claro que unas energías producidas por mi organismo se liberaban hacia fuera. Si esto no se produjera podría desencadenar un grado de calor insoportable para mis órganos internos. Minutos más tarde, camino completamente desnudo por el arcén de la solitaria carretera. Necesitaba aireación al máximo y por lo tanto me sobraba toda vestidura. Mi enjuta osamenta se beneficiaba de una ligera brisa, por lo que se suavizaba un tanto la sensación de quemazón interior. Mi piel sonrosada se beneficiaba de los cálidos rayos solares, una vez que se había desprendido de la corteza acumulada durante más de no sé cuantos meses de ocultamiento costroso.
Tenía la boca muy seca y sin pensarlo más me dirigí a una pequeña casa de campo que había a unos 100 metros de distancia de la carretera. Mi recién estrenada piel funcionaba a las mil maravillas como autorregulador de la cantidad de energía desprendida. El sudor fluía a chorros por toda mi cara y se canalizaba hacia mi pecho y espalda. Al llegar al frente de la casa y comprobar que su cancela estaba entreabierta, no dudé, y perseguí el brocal del pozo cercano. Tras una rápida operación de izado del cubo al uso, no tardé demasiado en verter el contenido del preciado líquido reparador en mis resecos labios. Una ingesta violenta y desproporcionada de amplios buches de agua, propiciaba que algunos chorros de la misma se escaparan por mi pecho abajo. Saciada mi desenfrenada sed, repetí la extracción de varios cubos que sirvieron para refrescar mi ardiente piel. El sol estaba ya en todo lo alto, y me apetecía disfrutar de su calidez. No podía dar crédito a esta experiencia. Por fin al recuperar gran parte de los líquidos perdidos mi estado de equilibrio era tal que, podría decir que jamás me había encontrado tan gratamente complacido con mi actual situación. Como sabía que esto era pasajero, pues todo lo es en nuestra existencia, decidí aprovechar al máximo estas agradables sensaciones y sentado en el porche, en aquella silla de metal, permanecía ensimismado. El agua fresca del pozo había calmado mi sed biológica, sin embargo, dentro de mí un ansia, incontenible, de investigar qué era lo que me estaba pasando se abría camino en mis pensamientos.

Sorpresivamente la puerta de la casa de campo se abrió y una voz muy dulce me interpeló y me invitó a que me refugiase en su interior. Aquella amabilidad y cordial propuesta superó en mí, toda sospecha y cualquier tipo de fuga. La etapa que iniciaba, en este día afortunado, rompía radicalmente el nefasto período en el que, veinte años atrás, me había sumido. Tal como vino a mi vida, sin desearla ni esperarla, la oscuridad se estaba disipando. Una vez más el factor sorpresa se hacía presente en mi existencia, no obstante, la experiencia acumulada y el desgaste sometido, después de tantos años de privaciones y marginación, me hacían aferrarme a la última oportunidad de renacer, aunque fuera por un corto espacio de tiempo.
Algunos días después…
- Todo estaba muy bien condimentado y cocinado, el zumo de naranja era espléndido. Las manos de nuestra cocinera son tan expertas que todo lo que sale de su preparación es soberbio.
- No exagere usted D. Pedro, es demasiado adulador. Lleva usted con nosotros tan solo un par de semanas y ha completado todo un ciclo de desintoxicación. En tan solo días, ha conseguido liberarse del mono del alcohol, de la dependencia del tabaco. Ha recuperado el apetito y el aspecto de su cara y el tono corporal ha mejorado enormemente. Sus problemas de respiración se han suavizado y tras los vapores de inhalación de eucalipto mentolado se van mejorando. Ha comenzado a hacer tareas agrícolas en la huerta, es usted una persona nueva. Pero lo principal de todo es que el primer paso lo dio usted solo, aquella forma de venir a nosotros completamente desnudo, con ese cuerpecito sonrosadito. ¿Se acuerda usted?
- Sí lo recuerdo vagamente. ¿No sé qué o quién pudo darme esa fogosidad? No me lo explico aún. Sé que esta providencia me condujo a vosotros. Así gracias a ustedes soy un hombre de 50 años que quiere volver a retomar el pulso de su existencia. Esta segunda oportunidad no se me puede escapar. Aquí en plena naturaleza, entre amigos, está mi destino. Ahora puedo ver, con más claridad, que mi debilidad me hizo caer al abismo de la desesperación. Voluntariamente me lancé a un proceso de autonanulación. No hice caso a nadie, pudo más el instinto de la autodestrucción. Una vez dentro de la marginalidad, con la droga del alcohol como referente, mi suerte estaba echada. Por culpa de no haber querido aceptar la muerte de la mujer de mi vida, la que iba a ser mi mujer, mi novia de siempre. No quise aceptar los signos del destino y rompí con su cruel disposición. Fue un suicidio lento y atormentado. Tras años de lamentos y desgracias, nadie, absolutamente, nadie me ofrecía una ayuda. Era un paria de la sociedad y merecía estar apartado porque mi presencia era desagradable a la vista de la sociedad, al fin y al cabo, ¿todos nosotros somos así porque hemos querido? Os lo dice alguien que ha estado allí dentro, dos décadas, ¿de verdad creéis que es plato de buen agrado vivir así? ¿Pensáis que si hubiera medios y personas dedicadas, no habría un gran proceso de rehabilitación general? ¡Sí, ojalá esta fuerza desconocida, que a mí me ha beneficiado, actuara como primer y básico motor de ruptura, para ofrecerse a las personas que lo necesitaran, y pudieran completar la labor de auxilio y recuperación¡
- Así me gusta con fuerza, con convicción, con ganas, hay que tirar para adelante y vivir día a día, extraer el máximo de lo cotidiano. Es cierto, lo que dice Pedro, pero le aseguro que la fuerza del Creador que vela por sus hijos, está siempre ahí, lo que pasa es que los que tenemos que acudir en su apoyo, sus seguidores, le fallamos y no aportamos nuestra colaboración en favor de tanta necesidad. Al fin y al cabo sentirnos próximos a nuestros hermanos y ser comprensivos, ¿no es la forma predilecta que Jesucristo nos recomendó? En su caso, ha sido la misma Providencia Divina la que le ha otorgado la compensación a tantos años de postergación. Después de dos mil años de vigencia cristiana, los hombres no hemos aún aprendido el auténtico mensaje de Salvación que Cristo nos entregó, que es el compartir cristiano. El secreto de la felicidad está en estas sencillas máximas:
Vive tu realidad inmediata con plenitud diaria.
Ábrete a los demás y deja fluir la natural esencia de la empatía.
Vivir emitiendo energías solidarias, es construir el marco idóneo para evolucionar y estar preparado para cualquier cambio, por muy brusco que este sea. Incluso podrás superar el mayor de todos, el que viene después de la vida material.
Tan solo unos meses después de verse aupado a su dignidad como persona, en plena etapa de eclosión a una nueva forma de convivir, Pedro, el indigente, entregó su vida terrena. Su corazón, muy deteriorado, no había resistido más.
Todos citamos como ejemplo, a seguir, el testimonio del último acto de su vida. Allí estaba junto a aquel desarrapado maloliente que intentaba salir de la oscuridad de la marginación. Le contaba su experiencia y de cómo sintió aquella fuerza interior. Le daba ánimos y le invitaba a tomar conciencia de que merecía la pena intentarlo. La última palabra de Pedro fue la de ayudándote a ti me ayudo a mí mismo.
¡Que al escuchar el primer canto del gallo me encuentre presto y dispuesto a compartir la ilusión material y espiritual con mi hermano necesitado!, ¡Al fin y al cabo en ese ser torpe, feo, desaliñado, sucio, está un Cristo que clama por mi auxilio!, tal vez con una palabra, con una sonrisa, con una ayuda material leve, podamos colaborar en ir construyendo el milagro de la Verdadera Vida, la de instalar el Reino de Dios en este mundo, incluso antes de llegar a la vida plena.

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