jueves, 13 de noviembre de 2008

Relatos Surrealistas: La mirada del conejo

La mirada del conejo


Todo comenzó, una vez más, hace unos meses. Justo aquel día en que no sé bien por qué, te empeñaste en comprar aquel animalito. En tu casa tenías canarios, gato y ahora también un conejito. Lo recuerdo, como si estuviera sucediendo ahora mismo, me llamaste por teléfono móvil a la oficina. A pesar de que te había advertido, en repetidas ocasiones, que tan sólo me llamases en caso de urgente necesidad. No, no es que sea un desagradecido introvertido o tal vez una máquina empedernida de trabajar. Os explico que mi trabajo, en contacto directo con el público, siempre está muy concurrido. Por lo que cualquier maniobra de cierta paralización en el servicio, producía, inevitablemente, las quejas e iras del personal que esperaba su turno. Por esto prefería, en la media hora del bocadillo, llamarla yo y atender gustosamente a sus comentarios y peticiones. Bien, esta era mi sana intención, pero claro, una cosa es lo que yo deseaba y otra bien distinta es lo que mi novia, de toda la vida, estimaba que le apetecía ese día y en ese preciso instante hacer o simplemente querer.
Sí, comenzaréis a pensar que esta pequeña historieta es una exposición de lo que representa las dificultosas relaciones humanas entre parejas. En efecto, para qué lo voy a desmentir, en gran parte lo es. Y es que, aunque quisiera, cómo puedo evitar dejarme de llevar por la subjetiva experiencia vital cotidiana. Perdón por filosofar, a estas horas del relato. A lo que iba, mi novia y yo, mantenemos relaciones desde hace, más de treinta años. Sí, permitidme una licencia, es un recordatorio, imprescindible, de cuando la conocí. Fue una mañana en aquel día, justo el 10 de mayo del aquel año 1970. Ambos teníamos veinte años en aquel remoto tiempo. Paseaba por la plaza de Candelaria, con mi traje de romano, es decir vestido granito o lo que es lo mismo con el uniforme de militar de paseo, porque estaba haciendo tiempo para subir al autobús que me trasladaba a Ovejo, en Córdoba. En aquel entonces, me quedaba poco más de un mes de servicio para finalizar este compromiso, entonces ineludible. En aquel momento, una fugaz figura vestida con el uniforme típico de servicio doméstico pasó por delante de mí. No sólo me atropelló ella, sino que también el perro que llevaba, un mastín español, me rozó la pernera y me pringó de abundante baba la impecable tela áspera de color caqui. Su risa fue destemplada y en pocos segundos dejó escapar su primera broma irónica dedicada a mí:
- Ja, ja, venga Ringo, no vayas manchando y tirando a los soldaditos, que tienen que ir limpitos a la guerra.
Aquel fue un momento determinante en mi vida. Os lo matizo, si me hubiera callado y tranquilamente me hubiera limpiado el pantalón con alguna hoja de ficus, de las que estaban tiradas por allí, sin darle importancia a su descarada broma, pues hoy día, treinta y un año después, mi vida sería otra cosa, no sé si sería mejor o peor, pero seguro que distinta. Sin embargo, cuando me disponía a marcharme, porque me había caído gordísimo el comentario impertinente de esta chica uniformada, una niña de seis años, aproximadamente, se me acercó y me rozó con la punta de las orejas de un hermoso conejo blanco. Aquel tropiezo, paralizó mi intención de quitarme de en medio, porque sin saber por qué, comencé a fijarme en aquellos ojos negrísimos y profundos que poseía el animalito. Quise acariciarle el lomo suave y pulcro, pero fue inútil, porque por más que busqué a la niña y su bonito conejito, ambos habían desaparecido de mi alcance.
No obstante, el pertinaz y patoso perrazo continuó adornándome el resto del pantalón y la guerrera con sus inacabables, pegajosas y espumosas babas. La mujer, continuaba su recital de risas y de cariños para con el cánido. Mi situación era de tanta impotencia y de bochorno, que en pocos momentos, alrededor nuestra se había reunido más de una veintena de personas entre ancianos, mujeres y niños. Todo un espectáculo circense en el que yo actuaba de único chivo expiatorio. Desconsolado, tras varios minutos de saltos, lametones y toda suerte de imposiciones de las manos y patas del odioso perro por todo mi cuerpo. A duras penas, pude eludir el corro formado y me senté abatido en un banco un tanto alejado. No me apercibí, en modo alguno, del estado de las tablillas de madera de este mobiliario urbano, por lo que mis posaderas, bastantes masacradas por el chucho, se cubrieron de más mugre por la impregnación de materia plástica y húmeda. Sin duda las extremidades del perrito, tras haber paseado a sus anchas por el jardín había dejado sus recuerdos en el citado banco. Por lo que gran parte del barrillo me lo había llevado yo como presente. En definitiva estaba como para pasar revista, a la atención del sargento que me hacía la vida imposible desde que aterricé en mi prestación del servicio militar, por tierras cordobesas. Miré el reloj, aún me quedaba un par de horas, meditaba las justificaciones que podría presentar, cuando, de improviso una mano se aposó en mi hombro y me inquirió con voz aguda:
- No te pongas así, militarote, estás preocupado por la facha que llevas, ven a casa de mi señora que te lo arreglo en un momento.
En aquel momento pudo más el intentar salir del atolladero en cuanto al aspecto de mi uniforme, así que accedí. Una vez en casa de su ama, me hizo quitar el uniforme, las botas, me dio el albornoz del señor y unas zapatillas. Sentado en la cocina de la amplia casona, me estaba zampando un bocata de chorizo con un vaso de tinto. Mientras tanto, la causante de mis penas, ahora constituida en salvadora, se disponía a cepillar, planchar el traje de bonito. Roberta, que así se llamaba la que se iba a convertir en mi eterna novia, cantaba canciones de la tierra, con un tono más bien desafinado. De vez en cuando miraba a mi alrededor, para ponerme en guardia ante la posible llegada de alguien de la casa o el dichoso perrito. Sin embargo, el animalito ni se inmutaba desde su posición en la terraza lavadero. Esto me confirmaba que la instigadora de todos los juegos y mojadores ataques era, sin duda, la tal Roberta que me había echado el ojo. La miraba atentamente, eso sí, sin hacer casos a sus alaridos musicales. El largo uniforme, de formas tubulares, muy cercano a la tobillera en cuanto al largo se refiere, no podía dejar vislumbrar nada de su anatomía, es más, había que echarle mucha imaginación a la cosa para poder intuir y fantasear algo con aquella situación atípica.
- ¿ Qué está bueno el choricito, cariño?.¿ Otra vasito de tintorro?.
- Sí, está muy bueno. No gracias, me tengo que ir, ya, porque el autobús sale dentro de muy poco.
- Qué prisas hombre, ¿acaso no estás en buena compañía? ¿Qué más quieres, vino, comida, una mujer como yo que te canto, te lavo, te plancho? ¿no soy un feliz hallazgo para ti, en este día inolvidable?
- Sí, claro, pero ya sabes que la mili es la mili, no quiero perder el autobús, porque los 74 días que me quedan para la recoger la cartilla de licencia se podrían incrementar.
- Pobrecito, mira te dejo mis señas de identidad y domicilio para que me cartees todos lo días, porque es que desde que te visto, me dije este guapote es para mí. A cómo sí, Pedrito, guapote, muchachote. ¡Ay qué me gusta pellizcarte esos mofletes gordotes que tienes!
- Bueno, yo, yo, la verdad, es que no sé, es muy pronto para hablar de estas cosas. Te agradezco tus atenciones, pero me tengo que marchar.
Bastante azorado y con unos deseos de partir irrefrenables, me vestí lo más rápidamente posible. Mis cachetes aún ardían por la intensidad y el afán de retorcer mis crecidas carnes faciales. Desde fuera, mi benefactora Roberta, no paraba de hablar no sé qué, porque no me interesaba lo más mínimo. Desde luego, sí pude comprobar cómo un sonido de cierto impacto se había producido. No le eché más cuenta a la cosa, porque conociendo, mínimamente a esta atropellada mujer, seguro que se abría cargado algún plato u otro utensilio. Me dio por mirar por la cerradura de la puerta, ejerciendo como la inmensa mayoría de los mortales sus más íntimos deseos de ver sin ser vistos. Y como si se lo estuviera imaginando la imparable charlatana estaba sentada frente a mi puerta. El arco de sus piernas, totalmente ubicadas en ángulo recto dejaba contemplar, con toda nitidez, el modelado de sus piernas y por supuesto la ropa interior que adornaba su sexo. Imaginar que en mi situación, un soldado con veinte años, a punto de marchar otra vez para el campamento, esta visión me catapultó hasta la mayor de las excitaciones que había podido experimentar. Dado que, en este tiempo y a esta edad, lo único que había podido ver, eran las viñetas en la prensa de “Lolita” más toda una serie de fantasías más o menos animadas de cosecha propia. No paraba de mirar, porque, lo que presumía como algo accidental y no premeditado por su parte, no se sostenía porque sus risas y movimientos insinuantes, no dejaban dudas en lo intencionado de su proceder. Con la garganta seca y con unas ansias de ejercer argumentos distintos a los de simplemente observar, decidí salir impetuosamente. Lejos de prosperar cierta cortedad en Roberta, ella tan solo se limitó a cerrar el compás de sus extremidades y apostillar:
- Ven mironcete, que te voy a presentar a mi señora.
- Qué, no de eso nada, me voy.
Todo inútil, la señora, su esposo, su hijo, el perro, todos me estaban esperando en el hall de entrada, allí, la señorita Roberta, no se cortó ni un pelo, su montaje final había dado sus frutos, el último capricho, el que cuenta este relato se había convertido en su punto de referencia.
- Este es Pedro, mi novio. Está terminando la mili en Córdoba, a ver señor, si usted le puede buscar algún trabajillo, para dentro de un mes.
-¡Tierra trágame!, pensé en aquellos momentos.
Después los saludos y apretones de mano, los sonrojos de mi parte, risas de cortesías y un mutis rápido. Salí a escape por la escalera, ubicada en la segunda planta. Al pasar por la primera, la misma niña con su conejo blanco, se me cruzó, una vez más las suaves y largas orejas blancas me acariciaron el brazo. Esta vez, no quise parar y salí de estampida. No obstante aquellos ojos negros de animal me seguían taladrando en mi interior. Salvado por piernas, eso es lo que pensaba, sin embargo, tan solo mediaría unos días, para poder comprobar que esto tan solo había sido el principio de una relación de más de seis lustros. En efecto a las 48 horas de reincorporarme a mi destino, un telegrama urgente, me es entregado a mi persona. La verdad el corazón me dio un vuelco, me esperaba alguna noticia luctuosa de mi familia. Pues no, era mi Roberta que se acordaba mucho de mí y como aún no le había escrito, pues se había decidido a mandarme un telegrama por la vía rápida, nada más que 300 pesetas de las entonces. El texto decía así:
“Mi militarote amado, como no recibía noticias tuyas. Y son más de dos días sin saber de ti. Necesitaba que leyeras mis pensamientos. Te añoro y quiero, más cada momento que estoy sin ti. Escríbeme pronto, porque si no, estoy dispuesta a mandar a la ruina a mi señorito, aunque me despidan. Utiizaré siempre este medio, hasta que no reciba la primera carta tuya. Envíala por correo urgente, con acuse de recibo y si es preciso por vía aérea. Lo que sea pero que me llegue pronto. El próximo fin de semana vendrás a verme, porque de lo contrario iré yo a Córdoba. Un fin de semana sin ti, sería demasiado. Recuerdos de Ringo, tu compañero de babitas. Saludos galanzote y mironcete mío, de las carnes ajenas”.
Mi cara, no era la de siempre, se tornó pálida y contraída. En mi cabeza se mezclaban las ideas y no podía discurrir con claridad. Sin embargo, la pesada sospecha de que tenía un problema sobre mi incipiente vida, era tan evidente que debería de actuar con prontitud.
Una chica alocada, una relación surrealista, una serie de extrañas circunstancias, pero lo peor es que esta niña de agradables piernas bien torneadas, es que tenía una capacidad de enredo y de planificar sus movimientos que me desbordaba y no me dejaba poder de respuesta porque condicionaba mi libertad. Bien, pasaría de ella, no le contestaría. No, no es buena idea, en lo poco que la conozco es el tipo de persona, que cuando se encapricha de algo o de alguien, batalla sin fin hasta que lo consigue. No le importa, mentir, atropellar, ponerse en ridículo, el asunto es conseguir su objetivo. Ahora mismo yo era su muñeco, si pudiera cansarse de mí, tal vez tendría una posibilidad, si esto no ocurriera, quizás me tendría que plantear que esta relación, quizás no es tan negativa como parece. Debería acostumbrarme a vivir con ella, aceptando su personalidad y disfrutando de sus sinuosas presentaciones, es decir de sus aspectos más destacables. Sabía que esta relación duraría hasta que su impulso caprichoso se extinguiera.
Tras estas derivaciones mentales, fruto de la confusión y de una actitud de sometimiento a una realidad incuestionable. Decidí escribirle una carta, en tono diplomático, cortés, pero sin ninguna concesión a la inflamación de cualquier tipo de sentimientos. El contenido y extensión de la misiva, era de tan solo media cuartilla. Fui a la estafeta de correos y la cursé con carácter, certificado y con acuse de recibo. Confieso que todo esto me estaba afectando, todo un veterano de la mili, que no pensaba ya, en el día de la licencia. No, tan solo, esperaba con cierta pasividad las inmediatas actuaciones de la protagonista de mi azote particular. Sí, esta fierecilla sin domesticar, que había topado, con el tipo menos apropiado. Un ser, como yo. Mediocre, inmaduro, que se dejaba intimidar con facilidad y que tan solo quería vivir en paz con todos, principalmente para que todos me dejaran en paz a mí.
Un día más, el toque de diana, no me sorprendió en absoluto. Estaba tendido en el catre, vestido y sin haber pegada ojo en toda la noche. Por cierto, que aproveché la circunstancia y le eché un cable a las imaginarias de vigilancia nocturna y les hice los distintos puestos. Estaba temiendo la llegada de la sobremesa, porque me temía que podría tener otro telegrama, además del escándalo y las risas que provocarían en mis compañeros, lo peor sería el tener que leer lo que habría parido la imprevisible mente de mi ama Roberta.
Son las tres de la tarde, el reparto de correo finalizó y respiré hondo. No tenía correspondencia ninguna. Quién me iba a decir a mí, que no recibir de cartas me iba a suponer un alivio. Pero así son las circunstancias de la vida. Ahora primaba el anonimato de cara a mi perseguidora Roberta. No las tenía todas conmigo, intuía que ella tenía preparada alguna sorpresa. Segundos después, el cabo de guardia se acercó a mí y me comunicó que fuese al despacho del capitán Telmo. Era la primera vez, en 13 meses, que mi oficial inmediato me hacía llamar. No sabía que pensar, ¿A qué se debería esta entrevista?.
Puntualmente llamé en la puerta del despacho, solicité permiso y tras el saludo reglamentario y tras descubrirme la gorra de faena, tuve una visión completa de aquel pequeño despacho y de todas las personas que allí se encontraban. Cuándo pude comprobar que aquella figura inconfundible y sus ademanes pertenecían a la misma Roberta. Mi cara y mi cuerpo se arrugaron de tal forma, que me dejé llevar por un sopor, producto de una pequeña lipotimia, que dio con mis huesos en el suelo. Cuando desperté en el botiquín del campamento, una voz inconfundible me llamaba a pequeños grititos:
- ¡Pedrito, vida mía, vuelve a mí, cariño! ¡No me asustes, que con un mes de embarazo, no puedo sufrir estos sustos!
Yo, no quería ni abrir los ojos, con solo escuchar su inconfundible voz y el contenido burlesco y truculento de sus afirmaciones, me bastaban para que no quisiese volver en mí, buscaba así como una pequeña evasión por todo lo que se me había venido encima.
Minutos después, la voz potente de mi capitán, me saludó:
- ¡Chico, que tal está¡, ¿Ha sido la impresión de ver a su esposa, no es cierto?
Bien, chico, no se preocupe, ya tiene casi arreglados los papeles de su licencia, por motivos obvios. Un futuro padre, como usted, necesita todo su tiempo para preparar sus cosas y buscar trabajo. Así, que dado que le queda un mes y poco más, le voy a dar el resto de tiempo por cumplir como exención de servicio. Esta tarde, recogerá su cartilla y en compañía de su amorosa y abnegada mujer, partiréis para vuestro Cádiz natal. ¡Enhorabuena, tiene usted una mujer con mucha fuerza y recursos! Cuídese.
Apenas podía dar crédito a lo que me estaba pasando, una mujer que se había constituido como la manipuladora de mi vida. Se había encargado de difundir nuestro compromiso, me había otorga una paternidad por tan solo haber participado de la visión, eso sí, de sus hermosas piernas, había conseguido que me licenciasen. Esta mujer, con apenas veinte años, en verdad, sí que tenía iniciativa. Lo malo es que sus ideas, siempre estaban construidas por y para sus intereses. Ella vivía y hacía que aquello que estaba a su alrededor se moviera a su son, porque, simplemente, era su apetencia. ¿Qué podía hacer?., Tan solo resignarme y dejarme llevar porque sus métodos de persuasión e invención eran tan arrebatadores como incontestables.
De camino para Cádiz, en el autobús, Roberta no paraba de hablar de los proyectos de futuro. Me tenía preparado los próximos compromisos y tareas a llevar a cabo, su manipulación era tal, que no dejaba nada a la improvisación. Además mi estado de estupefacción y de pasividad eran tales, que hasta me daba asco de mí mismo. Sin embargo, lo último que me dijo incrementó, si cabe, más la admiración y perplejidad:
- Por si no lo sabes, aún en el caso de que estuviera embarazada, que no lo estoy, ni de ti, ni de nadie, no me pienso casar, ni ahora, ni quizás nunca. Tal vez, si cuando sea una madura persona, o quizás, en mi vejez, a lo mejor me decida. Si me apetece entonces, a lo mejor lo haríamos.
Después de esta afirmación a tan largo plazo, mi mente, no daba crédito a su capacidad de mentir, de usar y disponer de las vidas ajenas. A fe mía, que lo llevó a la práctica, porque en el 2001, todavía no se ha planteado la boda, quizás porque aún no ha llegado a su punto de vejez suficiente. Por lo tanto permanecemos en un estado de noviazgo dilatado, que eso sí, no ha impedido que nuestros hijos, dos varones y una hembra, nos hayan hecho abuelos en tres ocasiones. En fin, son cosas de mi mujer y su forma de ser.
Allí, en el caluroso autobús y de camino a Cádiz, Roberta continuaba su interminable discurso de intenciones, de acciones y de omisiones, perdido entre tanta palabrería, mis ojos se centraron en los sillones delanteros, donde una chiquita volvió su cara y levantó un hermoso conejo blanco de largas y preciosas orejas. Se trataba de la misma niña y el mismo conejo, que hacía unos días había visto en la plaza Candelaria y en la escalera de los señores de Roberta. O tal vez a mí me lo parecía, porque ¿ Qué casualidad que estuviera esa niña allí?. Aquel conejito de ojos negros profundos, me miraba como si deseara decirme algo. Perdido en mi observación, la medida y el control del tiempo se difuminaba. Habíamos llegado a la terminal de autobuses, absorto y embobado por mantener la mirada compartida con aquel gazapo, tuve que ser advertido, a pleno golpe de bolso, por Roberta que me hizo levantar de mi asiento. Al pasar justo por el sillón delantero, quise acercarme a la niña del conejo. Pero allí no había nadie. Desde luego, no sabía que pensar, quizás mi capacidad de raciocinio estaba, por momentos, desmoronándose. Con la situación tan delicada que estaba viviendo, que me encontraba, totalmente, en las manos de una voluble criatura que actuaba a golpe de impulsos caprichosos y yo todavía, perdía el tiempo en divagar con la hipotética presencia de un animal. E incluso llegaba a especular con un halo de misterio en torno a sus apariciones y a una posible revelación enigmática de su parte. Sea como fuere, una calma interior me invadió por completo, era como si desde lo más profundo de mi mente, una orden de dejar pasar y hacer se hiciera con las riendas de mi vida.
En efecto, desde el mismo momento en que se hizo patente este sistema de vida, no volví a plantearme, ni los objetivos, ni los medios, ni las formas de mi existencia. Durante treinta y un año más los días que se han cumplido desde aquel entonces, mi vida ha sido definida y ordenada por mi mentora, Roberta. Así, se hizo todo dónde, cuándo y cómo ella quiso. Quiso tener tres hijos y los tuvo. No se quiso casar ni eclesial, ni civilmente, así se hizo. Me encontró el trabajo que a ella le pareció mejor y duré en él, hasta que a ella le convino. Se convirtió en una empresaria de artículos de regalo y triunfó. Para mí me guardó las labores de almacenamiento y distribución de los respectivos artículos. En fin, hizo conmigo todo cuanto le apeteció. Nuestras relaciones se habían convertido en una balsa de aceite, ni una disputa, ni una bronca de mayor orden, tan solo la consolidación de una interdependencia de dominio absoluto por su parte y de sumisión por la mía.
Un día más, llegué a casa. Llevaba cansado porque a pesar de los dos operarios que teníamos en el almacén, los pedidos eran tan amplios, que no dábamos abasto. A mis años, mi espalda se resentía un tanto. Me dirigí al salón y a través de los cristales pude ver al nieto de aquel famoso perro pegajoso. Para no pecar de demasiado originales, se llamaba Ringo III, idea de mi ama, claro está. Afortunadamente, la puerta de cristales estaba bien cerrada, porque si no, me hubiera atacado y llenado de babas, porque esta característica, parece ser, que era hereditaria en toda su saga. Me dirigí como un poseso al magnífico y comodísimo sillón, nido de mis mejores descansos, siestas y puesto de observación de la pequeña tienda de animales que tenía montada mi compañera y dueña. Quise revisar, antes de lanzarme, el cojín del citado sillón y menos mal que lo hice, porque allí estaba el nuevo miembro de la fauna doméstica. Un hermoso conejo blanco, de enormes orejas erectas y con unos ojos negros muy profundos. Lo icé, cuidadosamente, por el lomo, lo puse entre mis piernas y ambos nos miramos muy fijamente. Apostaría por confirmar que aquel gazapo era el mismo que hacía más de treinta años que no veía. La última vez fue en el autobús que me trasladó a mi Cádiz, después de la forzada licencia de la mili. Qué curioso, a mí me parecía el mismo, pero tal vez estos animales se parezcan tanto que a lo mejor era una apreciación muy subjetiva. Esta impresión era una estupidez, pero bueno al fin y al cabo mi vida y mis ideas no eran demasiados brillantes. Una más que importaba.
El conejo, no se inmutaba y seguía dominando mi atención. De repente, dio un salto muy largo y se dirigió hacia el vestíbulo de la casa, no sabía por qué razón pero algo en mi interior me hizo perseguirle como si de un niño se tratara. El fuerte dolor de espalda con el que había llegado a casa, ya no me molestaba en absoluto, quizás el descubrimiento de la última adquisición de Roberta, me había dado nuevos bríos. Se había dirigido hacia la cocina y me estaba esperando en la encimera de granito, su modo de actuar, no parecía que fuera instintivo, más bien obedecía a una intención premeditada. La ventana de la cocina estaba abierta y el conejito muy cerca de la misma. Me dio miedo el que pudiera precipitarse a través de ella, por lo que me apresuré a vigilar su actuación. Sin embargo el gazapillo no mostraba ninguna intranquilidad, sus ojos me miraban y me invitaban a acercarme a la ventana. Más que adivinarlo, en mi mente podía comprobar que esa era la instrucción que debía seguir de inmediato. Me acerqué con el gazapo a mi izquierda, escruté de izquierda a derecha y un piso más debajo del frontal de mi posición, pude comprobar como una mujer de apariencia plácida, me sonreía, desde su posición extendió sus brazos y sin dudarlo el conejo dio un gran salto y se unió a la persona que lo reclamaba. Una vez instalado entre los brazos de su legítima dueña, ambos se quedaron mirándome e invitándome a que me uniera a ellos. Unas irrefrenables ganas de lanzarme al vacío se apoderaron de mí. Esta era la típica ocasión en que por el azar de los acontecimientos y motivado por alcanzar una vía de escape que libere, hemos deseado sentir la levedad de nuestro pesado cuerpo y remontar el vuelo hacia otras cotas menos pesadas. Sin duda, el arrebato fue determinante y me precipité hacia el abismo del hueco de patio.
La tarde era muy benigna. Sentado en un banco de plaza Candelaria, no había podido evitar quedarme traspuesto. Afortunadamente me había despertado justo a tiempo, porque aún me quedaba tiempo más que suficiente para tomar el autobús con destino a Ovejo. Por fin estaba en el último mes de la mili, ¡qué felicidad!. A unos 30 metros de distancia una chica de servicio se acercaba con un gran perrazo. Inmediatamente, me sobresalté y salí corriendo. Todo mi cuerpo apuró hasta el máximo de su capacidad de carrera. En pocos segundos había abandonado la plaza y me encontraba callejeando en dirección a la parada de los autobuses Amarillos. Jadeando y sudoroso, me había convencido de que podía respirar con tranquilidad. De inmediato subí al autobús, todavía semivacío, y me senté lo más cómodamente posible. Al quitarme la gorra de visera, una vez más le eché un vistazo a las dos fotos que llevaba adosadas en el interior del gorro. A la izquierda mi joven y maravillosa novia, la que desde niño ha sido mi amiga, mi compañera y ahora, por fin, mi novia, a la derecha, el último regalo que le hice, no hace mucho, un conejito blanco que nos encantaba a ambos. Gracias a estas imágenes pacificadoras y sugestivas, el recuerdo de la pesadilla que había soñado, o tal vez vivido en otro tiempo paralelo, se diluían en mi mente. Un sopor confortable me invadió y me sumí en su sueño reparador. El viaje a Córdoba iba a ser muy corto para mí. Mejor así. El autobús sale puntualmente. Mi cabeza recostada en el cristal de la ventana reposa ajeno a sol, al ruido interior del autobús, al calor imperante y por supuesto a la mirada fija y calculadora de una mujer, que, vestida de uniforme de servicio y en compañía de un mastín, roza el cristal desde afuera y a voz en grito exclama, ¡Adiós, amor mío, quién mejor que yo, tu Roberta, sabe lo que te conviene más¡
onejo

No hay comentarios: